Sobre la dolarización
 
					La política monetaria, la cambiaria y la crediticia son para el autor pilares indispensables al momento de analizar una posible dolarización en la Argentina, por este motivo en el trabajo desarrolla cada una de estas dimensiones.
Durante su campaña electoral, el hoy presidente Milei propuso dolarizar la economía argentina, esto es reemplazar el peso por el dólar como moneda legal, y eliminar el Banco Central (BCRA). Tales medidas tendrían por objetivo central eliminar la inflación: si la emisión monetaria es, “siempre y en todo lugar”, la que causa la inflación, entonces al suprimir el instituto emisor, la inflación se detendrá de manera instantánea.
Puesto que una economía moderna no puede funcionar sin moneda, se reemplazará el peso con el dólar, una moneda que ya es usada como reserva de valor por parte de la población, e incluso como medio de pago en ciertas transacciones.
En este ensayo buscaremos responder las dos preguntas centrales que este proyecto levanta: ¿es posible dolarizar?, y ¿es deseable dolarizar?
¿Es posible dolarizar?
El primer requisito para reemplazar el peso por el dólar es disponer de suficientes dólares. La cuestión no es trivial, ya que uno de los problemas crónicos de la economía argentina es la escasez de dólares. Esa restricción es tan aguda hoy que, pese a su ideología liberal, el gobierno postergó el pago de importaciones y mantuvo tanto el racionamiento de divisas (“cepo”) como el gravamen a su adquisición (impuesto PAIS). Con la dolarización, a las demandas habituales de dólares para importar, servir la deuda en divisas, permitir el giro de dividendos y la constitución de activos externos, se agregaría otra: la de los dólares necesarios para reemplazar los pesos en nuestra economía.
¿Cuántos dólares harían falta? Por lo pronto, sería necesario reemplazar la totalidad de la base monetaria (M0), que al momento de escribir (septiembre de 2024) llegaba a 23,7 billones de pesos: 14,5 billones de circulación monetaria y 9,2 billones de los depósitos bancarios en el BCRA. Al tipo de cambio oficial, son 24.700 millones de dólares.
Ahora bien, cubrir la base monetaria no es suficiente, como se comprobó con la Convertibilidad (1991-2001). En esa época, se proclamaba que “por cada peso hay un dólar en las reservas internacionales del BCRA”; y en 2001, el ministro Cavallo afirmaba que si la gente deseaba canjear todos sus pesos por dólares podría hacerlo, llevando a una dolarización espontánea de la economía. En realidad, la ley de convertibilidad obligaba al BCRA a “respaldar” con sus reservas la base monetaria (M0), cuando los pesos que el público podía querer canjear por dólares provenían de la masa monetaria (M3), en particular de los depósitos bancarios (cajas de ahorro y plazos fijos), cuyo monto superaba con mucho el de las reservas. El corralito y la implosión de la convertibilidad mostraron que la mayor parte de la liquidez de la economía no estaba “respaldada” por las reservas.
Esta experiencia muestra que los dólares necesarios para la dolarización deberían cubrir, además de la base monetaria, una parte significativa de los depósitos en pesos en el sistema bancario (equivalentes a USD 89.000 millones a julio de 2024).
Durante la campaña electoral, Javier Milei planteaba que la dolarización se realizaría cuando obtuviera suficientes dólares para rescatar la base monetaria “ampliada” del BCRA. Se refería a la base monetaria (M0) más los pasivos remunerados en manos del sector bancario, esto es, las letras de liquidez (LELIQ) y las operaciones de pase pasivas. Esta definición reitera el error conceptual de la Convertibilidad, al enfocarse solo en el balance del BCRA, sin considerar los depósitos en los bancos, que el público puede querer retirar. Sin embargo, como los bancos tenían cerca de la mitad de esos depósitos invertidos en LELIQ y pases, el reemplazo de esos instrumentos por dólares les hubiera permitido enfrentar posibles retiros en esa moneda por montos apreciables.
Para acercar el monto (insuficiente) de las reservas al de la “base monetaria ampliada” (BMA), la propuesta tenía dos componentes. Por una parte, apuntaba a una devaluación que reduciría el valor en dólares de los agregados monetarios (tanto M3 como la BMA); por la otra, se pensaba conseguir dólares frescos mediante un audaz montaje financiero.
La devaluación tuvo lugar y, durante diciembre de 2023, la BMA, medida en dólares, cayó de USD 140.000 millones a USD 76.000 millones; en tanto el valor en dólares de los depósitos en pesos en el sistema bancario disminuyó de 111.000 millones a 61.000 millones de dólares. Así, el monto por canjear se redujo, pero seguía muy por encima de las reservas disponibles, que a mediados de diciembre eran de USD 12.000 millones (estas consisten en la suma de las reservas en oro, de las cuentas corrientes en bancos en el exterior y de otras colocaciones externas del BCRA, menos los encajes sobre los depósitos en divisas de los ahorristas locales).
Para conseguir los dólares faltantes, el programa de Milei (elaborado por Emilio Ocampo) proponía empeñar los bonos públicos en cartera del BCRA y de la ANSES, por un valor nominal de USD 135.000 millones. Estos se depositarían en un fideicomiso creado en Estados Unidos, al que se agregarían las acciones de YPF en manos del Estado y un 20% de las retenciones sobre las exportaciones. Contra esa garantía, el gobierno argentino obtendría préstamos externos a 4 o 5 años por USD 35.000 millones, dado el descuento con que se cotizaban esos bonos. Si el gobierno no reembolsaba el préstamo a su vencimiento, el fideicomiso debería vender los activos en garantía. Así, la deuda externa neta del sector público crecería en USD 135.000 millones, habiendo recibido la cuarta parte de ese monto, además de ceder a precio de ganga el 51% de YPF.
Llegado al gobierno, Milei no materializó esta propuesta que, según explicó, le hubiera creado problemas penales. El gobierno está buscando otras fuentes de crédito, por ahora con escaso éxito, e intenta captar divisas mediante el blanqueo de capitales y el Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones, con resultados todavía inciertos.
Así, el proyecto dolarizador choca con la falta de su insumo esencial: los dólares. Las reservas disponibles (USD 16.900 millones al 7 de septiembre) ni siquiera alcanzan para canjear la base monetaria, M0 (USD 24.700 millones). Por su parte, los depósitos en pesos, medidos en dólares, se están recuperando a pesar de ser remunerados con tasas de interés reales negativas, debido a una política cambiaria que ajusta el valor del dólar a un ritmo (2% mensual) inferior a las tasas de inflación y de interés. Esto aleja todavía más la perspectiva de reemplazar pesos por dólares, y podría motivar otra fuerte devaluación.
Notemos que el gobierno siguió reduciendo los pasivos remunerados del BCRA en manos de los bancos: estos debieron reemplazar las letras y pases del BCRA de sus activos por títulos en pesos emitidos por el Tesoro nacional (Letras capitalizables, Bonos reajustables BONCER, Letras Fiscales de Liquidez). Así, esos pasivos del BCRA cayeron de 76 billones de pesos al 7 de mayo de 2024 a solo 2 billones al 7 de septiembre.
¿Nos acerca esto de la dolarización? En modo alguno, ya que los bancos tienen que poder responder a un retiro de depósitos en dólares. De nada les sirve para ese fin sus stocks de LECAP, BONCER o LeFi.
Además, esta medida compromete la solvencia del Tesoro, sobre todo en una economía dolarizada y sin Banco Central. Si por alguna razón (por ejemplo, para restituir depósitos) los bancos no renuevan sus colocaciones en bonos públicos, no está claro que el Estado podrá devolver una deuda que, sumando BONCER, LECAP y LeFi, superaba en agosto USD 160.000 millones. Esto nos lleva al segundo punto: ¿es conveniente dolarizar?
¿Es deseable dolarizar?
Como vemos, para tratar de implantar la dolarización es preciso comprimir los agregados monetarios a través de una gran devaluación que licue el valor de los depósitos en dólares. Se requiere también un fortísimo aumento de la deuda externa neta del Estado. Aun si pudieran ejecutarse en el grado requerido, son medidas de alto costo económico y social.
Pero, aun si implantar la dolarización no tuviera costos, ¿esta mejoraría o empeoraría el funcionamiento de la economía? ¿Impulsaría el desarrollo con inclusión? Para responder estas preguntas examinaremos cómo sería un país sin moneda nacional, un sector externo sin tipos de cambio y un sector bancario sin Banco Central.
Un país sin moneda nacional
La dolarización significa eliminar el peso y reemplazarlo por una divisa extranjera, el dólar estadounidense. En dólares se fijan los precios y se pactan los contratos, se realizan las transacciones y se ahorra.
La renuncia a la moneda nacional acarrea costos importantes. Uno de ellos es el abandono de un ingreso público conocido como señoreaje. Se trata del privilegio de emitir moneda, cuyo poder de compra es mayor al costo de acuñarla. El ingreso para el sector público por señoreaje es significativo: en la Argentina es cerca de 1,5% del PIB, en la zona euro el 1% del PIB. Sin señoreaje, habría que disminuir el déficit y/o colocar más deuda pública.
Con la dolarización, necesitaremos dólares en billetes para la circulación monetaria, cuya impresión no tiene casi costo, pero para obtenerlos debemos destinar bienes y servicios de exportación. El señoreaje no desaparece, lo que cambia es su beneficiario: ahora serán los Estados Unidos.
Usar billetes de dólares para sustituir los de pesos no es un uso racional de las divisas que tanto cuesta conseguir. Necesitamos dólares para realizar pagos que no podemos efectuar en pesos, como importar insumos; no los necesitamos para ir al almacén o la panadería.
La adopción del dólar como moneda pone a la Argentina bajo la dependencia de un país que no duda en utilizar su moneda como instrumento de presión. Si el gobierno de Estados Unidos o su poder judicial prohibieran a los bancos locales operar con su sistema bancario, se paralizaría el sistema de pagos argentino. No es un riesgo ilusorio: ya el juez Griesa le impidió al gobierno utilizar las vías de pago en dólares para servir la deuda reestructurada si antes no saldaba los reclamos de los fondos buitre.
La renuncia al peso conlleva otro tipo de costo: la pérdida de la política monetaria. Sin moneda propia (y sin Banco Central), el Estado resigna un instrumento con el que todos los países regulan la liquidez en la economía, y con ella la demanda interna.
La política monetaria permite moderar los ciclos y tener una economía más estable. El Banco Central puede aplicar una política contracíclica: cuando la economía está en auge, el BC modera su emisión y aumenta los encajes bancarios; cuando la economía se contrae, la estimula inyectando moneda y bajando las tasas de interés.
Si se renuncia a la política monetaria, el único medio por el que se inyecta o retira moneda de la economía es la balanza de pagos. Esto introduce un sesgo procíclico en la economía, como ya ocurrió con la Convertibilidad. Cuando suben los precios de las exportaciones, hay una buena cosecha, ingresan capitales externos, la economía crece, y es durante ese auge cuando también se expanden la moneda y el crédito, ya que entran divisas: se agrega un estímulo suplementario a una economía que no lo necesita.
Pero cuando esos factores se revierten (por caída de precios, sequía o salida de capitales), entonces la retracción de la economía que de por sí ya provocan esos hechos se ve agudizada por la contracción monetaria. Sin una política monetaria expansiva que compense la depresión, puede producirse una cadena de quiebras de empresas y bancos. La ausencia de política monetaria, agravada por la falta de moneda propia, crea así un marco de gran vulnerabilidad para la economía nacional.
Un sector externo sin mecanismo de precios
La flexibilidad de los precios es esencial para los mecanismos del mercado y su capacidad de autorregularse. En el mercado cambiario, si los importadores demandan más dólares de los que ofrecen los exportadores (es decir, si hay déficit comercial), el precio del dólar tiende a aumentar. La devaluación del peso encarece las importaciones, medidas en pesos, e incrementa el ingreso de los exportadores. Si ambas partes del mercado responden al cambio en el precio del dólar, entonces el déficit comercial tiende a corregirse. El mismo mecanismo funciona, en sentido inverso, si hay excedente externo: el peso se revaluará con relación al dólar, favoreciendo las importaciones y desalentando las exportaciones.
Este mecanismo se perdió con la convertibilidad, ya que el tipo de cambio estaba fijado por ley. Tampoco funcionaría en una economía dolarizada: no existe allí el precio relativo dólar/peso, que con su variación ayudaría a corregir el desequilibrio externo. El mecanismo de mercado pierde su elemento clave: el precio.
Si los desequilibrios externos no pueden resolverse a través del tipo de cambio, entonces lo harán mediante el ajuste de la actividad económica. Un déficit comercial solo podrá corregirse con una contracción de la demanda interna que deprima la actividad y las importaciones.
Quienes defendían la convertibilidad afirmaban que se facilitaría el ajuste externo si los precios y los salarios fueran flexibles a la baja. De esta manera, una salida de divisas (por déficit comercial o fuga de capitales) reduciría la cantidad de moneda disponible en la economía, y por consiguiente (dando por válida la teoría cuantitativa de la inflación), todos los precios de la economía, incluyendo los salarios, disminuirían. La deflación restauraría la competitividad, sin necesidad de devaluar.
Con el mismo discurso avanzan los heraldos de la dolarización. Esta debe acompañarse con las reformas neoliberales habituales: reforma laboral, desregulaciones, apertura comercial unilateral, libre movimiento de capitales y privatizaciones generalizadas (de empresas, jubilaciones, educación, salud, obra pública). La lógica es la misma: sin un tipo de cambio flexible que corrija los desequilibrios, son la economía real y los precios nominales los que deben ajustarse. No será el perro quien mueva la cola, la cola deberá mover al perro.
Esta imposibilidad de devaluar hace mucho más costoso, o directamente inviable, el ajuste ante un desequilibrio externo. Tal fue la experiencia argentina en 2001: tratar de corregir el déficit externo mediante la depresión económica causó un colapso económico. Abandonar la convertibilidad y restaurar así la potestad de ejercer una política cambiaria y monetaria fue central en la recuperación económica a partir de 2003. Pero otra hubiera sido la historia si en ese momento no hubiéramos contado con un Banco Central.
Un sistema bancario sin Banco Central
Los sistemas bancarios modernos tienen una organización piramidal. En la base de esa pirámide están los bancos comerciales, que hacen funcionar el sistema de pagos de la economía, otorgan créditos y reciben depósitos. En la cima está el Banco Central.
El sistema bancario enfrenta a veces problemas que ponen en riesgo la solvencia de los bancos. Esto no sucede necesariamente porque los bancos hagan mal las cosas, lo que a veces ocurre, sino por la misma naturaleza de su negocio.
En efecto, los bancos toman depósitos a la vista o a corto plazo y dan créditos a varios meses o a varios años, como los créditos hipotecarios o para la inversión. En general, eso no es un problema, porque si bien algunos clientes retiran su dinero, otros lo depositan, y en promedio los recursos de los bancos son estables y crecen con la economía.
El inconveniente se presenta cuando se produce una salida masiva de depósitos. Es entonces cuando aparece la necesidad de un Banco Central, que es el banco de los bancos. Cuando una institución se ve en dificultades y ya no accede al crédito de sus pares, se vuelve hacia el BC, como “prestamista en última instancia”: es el único que emite la moneda legal que todos aceptan en la economía, y puede evitar que un banco quiebre.
El BC puede rescatar al banco en dificultades (desplazando, si cabe, a sus dueños y directivos), puede favorecer su compra por otros bancos, o puede dejarlo quebrar, pero en ese caso tiene que asegurarse que esa quiebra no generará una corrida bancaria que afecte a las demás instituciones. En efecto, una quiebra masiva de bancos arrastraría consigo al sector productivo, generaría pérdidas entre los depositantes y haría colapsar el sistema de pagos de la economía. Por eso, frente a una crisis, el BC en general amplía la garantía de depósitos y ofrece líneas de crédito al sistema bancario.
No es casual que en prácticamente todas las economías modernas los Estados tengan un Banco Central capaz de operar como prestamista en última instancia del sistema bancario.
Como contrapartida a esta “red de seguridad” que brinda el Estado, los bancos deben someterse a una supervisión muy fuerte de sus negocios. No pueden hacer cualquier cosa, no pueden tomar cualquier riesgo y deben constituir un capital mínimo importante para responder con su propia plata en caso de problemas. Lo que se debate en el mundo actual no es si los Bancos Centrales deben ser cerrados; es de qué manera pueden hacer más efectiva la regulación de los bancos y de las demás entidades financieras.
Por ello, la supresión del Banco Central que propone Milei sorprende por lo temeraria. La dolarización de la economía ya introduciría un sesgo procíclico a la economía. Esta inestabilidad macroeconómica afectaría, de manera recurrente, la liquidez y la solvencia de las entidades bancarias, que ya no contarían con un prestamista en última instancia capaz de prevenir o de contener un colapso bancario. Peor aún, sin Banco Central, el sistema carecería de supervisión. Lo que propone Milei es una receta para crisis bancarias.
Por otra parte, la ausencia de Banco Central le quita al Estado la posibilidad de responder a emergencias. Pensemos en la pandemia: fue preciso aumentar el gasto del Estado en un momento de caída de los ingresos fiscales y sin acceso al crédito interno ni externo. Sin el financiamiento del BCRA, no se hubiera podido reforzar los servicios de salud, apoyar a las familias que perdían sus ingresos ni a las empresas que suspendían sus actividades.
Como vemos, los Bancos Centrales juegan un papel irremplazable para enfrentar las crisis o para prevenirlas. No menos importante es su función para apoyar el desarrollo mediante la orientación del crédito. En efecto, los Bancos Centrales no solamente actúan para regular la cantidad de moneda y de crédito, para adecuarla a la necesidad de la coyuntura económica; también pueden orientar el crédito (o una parte de él). Lo importante no es solamente cuánta moneda se emite, sino quién la recibe y para qué la usa.
Sin una política crediticia activa, los bancos prefieren financiar operaciones de corto plazo a altas tasas de interés (como el crédito al consumo, las tarjetas de crédito, las operaciones especulativas) en desmedro de proyectos de largo plazo y a tasas moderadas en sectores estratégicos, como la industria y la infraestructura.
Sin la intervención del Estado, el sistema bancario es refractario a ofrecer crédito a pequeñas y medianas empresas, a empresas nuevas, a actividades innovadoras, y prefiere concentrar su capacidad prestable en empresas grandes o multinacionales, que presentan un menor riesgo crediticio.
Por ello, la política crediticia ha sido y sigue siendo un instrumento clave en las políticas industriales exitosas. También sirven para la prevención de las crisis, cuando evitan la concentración excesiva del crédito y la generación de burbujas especulativas.
En suma, la dolarización no es viable porque requeriría una cantidad de divisas de la que el gobierno está muy lejos de disponer (un monto varias veces superior a los USD 35.000 millones que en un momento se fijó como meta). Si dispusiera de semejante liquidez en dólares, el gobierno podría llevar a cabo una política antiinflacionaria con crecimiento económico, sin necesidad de dolarización. Pero si fuera posible llevarla a cabo, la eliminación de la moneda nacional y del Banco Central sería nefasta para la economía: el Estado perdería instrumentos básicos de la política económica, y el país estaría sometido a crisis severas y prolongadas depresiones.
Política monetaria, política cambiaria y política crediticia constituyen una tríada esencial para el manejo macroeconómico y la política de desarrollo de un país. Para llevar adelante un proyecto nacional es esencial utilizarlas de manera seria y eficiente, y no sacrificarlas en el altar de la dolarización.
Autorxs
Alfredo F. Calcagno:
Doctor en Economía de la Universidad de París I y profesor en el Doctorado de Desarrollo Económico de la Universidad Nacional de Quilmes. Fue funcionario público en la Argentina y funcionario internacional en la CEPAL y UNCTAD.
