La larga agonía del peso argentino

El trabajo sostiene que la tradicional fragilidad monetaria en la Argentina tiene en el presente consecuencias más ruinosas que en el pasado, a partir de la idea de que la incapacidad del sistema político de este país para responder a los cambios de época es el principal factor que explica el deterioro relativo de su economía en relación al mundo y la región.
| Por Eduardo Crespo, Gonzalo Fernández Guasp y Gonzalo Guilardes |
El dinero en la civilización
Puede pensarse el dinero como una “tecnología social”, o bien como una “institución”, imprescindible para el funcionamiento de las sociedades complejas1. Sin dinero la división del trabajo y la especialización entre diferentes actividades no podrían alcanzar la extensión que observamos en la actualidad. El dinero es una herramienta hasta ahora ineludible para lidiar con los volúmenes gigantescos de información que a diario genera toda economía moderna. Imagine el lector si tuviera que calcular las relaciones de cambio de cada uno de los bienes que consume con relación a cualquier otro bien que desea intercambiar. Sin dinero tampoco sería imaginable el funcionamiento de los Estados modernos. Imaginemos por un instante, por ejemplo, que un determinado gobierno decidiera cobrar impuestos en especie. Las dificultades logísticas de almacenar y distribuir millones de productos serían inabordables y los costos administrativos (medidos vaya a saber en qué unidad de cuenta) serían altísimos, incluso quizás más elevados que el monto recaudado, circunstancia que inviabilizaría la estatalidad misma. El dinero, además, es un dispositivo fundamental para trasladar valor en el espacio y en el tiempo. No deberíamos subestimar lo extraordinario que es recibir algo que llamamos “dinero” en determinado lugar sabiendo que disponemos de la potestad de cambiarlo por cualquier mercancía en otro sitio indistinto y en el momento deseado.
El aumento de la complejidad social está asociado al surgimiento de Estados, relaciones de mercado e instrumentos capaces de (y a veces diseñados para) desempeñar funciones dinerarias. Desde los tiempos del reino de Lydia, en el siglo VII a.C., los agentes estatales comenzaron a crear estos instrumentos de forma deliberada, es decir, acuñaron monedas con propósitos dinerarios. Es importante señalar que aunque comúnmente nos referimos al dinero en singular, hablamos de las monedas en plural. Toda moneda es apenas una entre muchas, así como cualquier Estado es un Estado entre otros Estados. No existe ninguna moneda absolutamente universal porque para ocupar la posición del dinero toda moneda siempre se encuentra compitiendo con otras. Desde la antigüedad, y dependiendo de las circunstancias históricas, quienes participan de actividades mercantiles optan por unas monedas en lugar de otras con distintos propósitos, como precificar mercancías, realizar transacciones, o conservar valor en el tiempo y/o en el espacio.
Las formas históricas que fue adoptando la institución o tecnología del dinero fueron cambiantes y dependieron de las funciones a desempeñar. A modo de ejemplo, el comercio entre sociedades independientes y regidas por autoridades políticas distintas tendió a limitarse a aquellos bienes con características muy especiales y distintivas, como metales preciosos, particularmente útiles para el intercambio entre partes con vínculos más bien efímeros; mientras que al interior de las unidades políticas, especialmente las de grandes dimensiones y considerables grados de autarquía, surgieron condiciones apropiadas para el diseño de instrumentos monetarios con características crecientemente fiduciarias. La relación entre la política y el dinero se encuentra en el centro de todo debate sobre cuestiones monetarias. El origen de esta tensión es comprensible cuando se piensa que el dinero facilita la adquisición y administración de recursos necesarios para el funcionamiento de los Estados. Por esta razón la mayoría de los Estados fijan las obligaciones impositivas de sus súbditos en monedas creadas por ellos. De igual modo, también las promueven mediante el diseño de sistemas de deuda pública denominados en ellas. Aquellos Estados que logran circunscribir las funciones dinerarias fundamentales con sus impuestos y sistemas de deuda pública disponen, en los términos de Michael Mann (1986), de un mayor “poder infraestructural” para movilizar recursos, es decir, para redistribuir la energía que circula dentro de su jurisdicción (o incluso fuera de ella), con propósitos tan variados como defender sus fronteras, conquistar nuevos territorios o mejorar las condiciones de vida de su población.
Monedas enraizadas y desenraizadas
Nuestra tesis central es que a lo largo de la historia se han producido dinámicas que siguiendo a Karl Polanyi (2001) pueden caracterizarse como procesos de “enraizamiento”, “desenraizamiento” y “re-enraizamiento” de las relaciones de mercado con las instituciones y sistemas de regulación. Es decir, según el contexto histórico y las condiciones imperantes, los mercados estuvieron sujetos en mayor o menor medida al control de determinadas instituciones, ya sean Estados, marcos normativos formales o formas consuetudinarias de regulación dentro de sistemas comunitarios. En ciertos períodos las transacciones económicas estuvieron profundamente integradas a estructuras sociales y políticas que regulaban su funcionamiento; en otros, las fuerzas del mercado operaron con mayor autonomía, desancladas de restricciones de naturaleza extraeconómica, a menudo con consecuencias disruptivas. Posteriormente, en respuesta a las crisis y las tensiones provocadas por estos desenraizamientos, surgieron movimientos que buscaron reestablecer algún tipo de regulación o control, promoviendo nuevas formas de enraizar o integrar los mercados a las sociedades. En palabras del propio Polanyi, surgieron movimientos orientados a la “autoprotección de la sociedad”.
El siglo XIX, como también señala Polanyi, se distinguió por un profundo proceso de desenraizamiento institucional de los mercados, impulsado por la consolidación de una economía global interconectada. Este fenómeno estuvo marcado por la expansión de la división internacional del trabajo, la mercantilización a escala mundial de productos básicos como alimentos, la creación y proliferación de mercados de deuda tanto nacionales como internacionales y la progresiva conversión de la tierra y la fuerza de trabajo en mercancías reguladas por la lógica del mercado. Además, por primera vez en la historia, se configuró un sistema económico caracterizado por la movilidad transfronteriza de capitales, lo que facilitó la integración de mercados financieros a escala global. Todo este entramado de transformaciones fue viabilizado por los avances tecnológicos emblemáticos de la Revolución Industrial, como el ferrocarril, el barco a vapor y el telégrafo, infraestructuras que no solo aceleraron la circulación de bienes, capitales e información, sino que también contribuyeron a reconfigurar el espacio económico mundial, estableciendo nuevas formas de dependencia e interconexión entre economías nacionales. En este contexto, las monedas nacionales disponían de un nexo económico fundamental en el denominado “Patrón Oro”, o dicho de forma más precisa, en la libra esterlina convertible en oro.
El resquebrajamiento de la hegemonía británica, acelerado por el ascenso de nuevas potencias en proceso de rápida industrialización como Estados Unidos y Alemania, marcó el inicio de una era de profunda inestabilidad en el orden global. A medida que estas economías emergentes desafiaban el predominio británico, las estructuras económicas y políticas que habían sostenido el sistema internacional comenzaron a debilitarse, dando paso a un prolongado período de turbulencias. Este proceso alcanzó su punto crítico en el período de entreguerras, caracterizado por una sucesión de crisis que incluyeron la Revolución Rusa, el ascenso de regímenes fascistas en diversas partes del mundo y el colapso del sistema financiero internacional tras la crisis de 1929, cuyo impacto desencadenó una depresión económica sin precedentes. Desde la perspectiva de autores como el mismo Karl Polanyi, estos cataclismos no fueron eventos aislados, sino manifestaciones de las tensiones acumuladas tras el desenraizamiento previo de los mercados con respecto a los antiguos sistemas de regulación. La liberalización extrema de las relaciones de mercado, al despojar a las sociedades de mecanismos de protección y estabilidad, habría generado desequilibrios que en última instancia propiciaron respuestas radicales y procesos de transformación política de gran alcance.
Luego, con el fin del período que Eric Hobsbawm (1994) describiera como “la era de las catástrofes”, emergió un nuevo orden internacional bajo el liderazgo de Estados Unidos, país que disponía de las condiciones de imponer sus instituciones y reglas de juego en el escenario global. Entre los pilares fundamentales de este nuevo diseño internacional estuvo la creación de organismos como las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, diseñados para estructurar y estabilizar las relaciones internacionales en distintos frentes. Sin embargo, para los fines de este análisis, la institución más relevante fue la consolidación del orden monetario en los acuerdos de Bretton Woods. Este régimen monetario colocaba al dólar estadounidense como nexo general del sistema con tipos de cambio entre monedas nacionales regulados y, sobre todo, con restricciones a la movilidad internacional del capital, limitando así la volatilidad financiera característica del período anterior y que había despojado a los Estados de herramientas de control y regulación.
Estas condiciones dieron lugar a un nuevo proceso de re-enraizamiento institucional de los mercados, por el cual las relaciones económicas volvieron a estar sujetas a mecanismos de regulación dirigidos desde la esfera política. Los controles de capital y las regulaciones financieras no solo estabilizaron el sistema económico global, sino que, en palabras de Hobsbawm, inauguraron una verdadera “Era de oro del capitalismo”. Este período se caracterizó por un crecimiento económico sostenido, niveles inéditos de empleo y mejoras significativas en los estándares de vida, especialmente en el mundo occidental. La expansión de los Estados de Bienestar consolidó la seguridad social y los Estados comenzaron a desempeñar papeles más activos en la inversión pública y la regulación de los mercados. Paralelamente, en muchas economías en desarrollo, con mayor o menor éxito, se implementaron estrategias de industrialización dirigidas por los Estados, con el objetivo de cerrar la brecha tecnológica y productiva respecto de los países más avanzados. Estas estrategias contemplaban medidas como subsidios, barreras proteccionistas y una activa promoción del desarrollo técnico.
La configuración de un sistema bipolar, signado por la competencia entre Estados Unidos y la Unión Soviética, reforzó las condiciones de negociación de la clase trabajadora a nivel planetario. En este contexto, las organizaciones sindicales y los partidos políticos con tradición reivindicativa lograron consolidar su influencia en la configuración de políticas económicas y sociales, asegurando un período de relativa estabilidad y redistribución no solo en las economías capitalistas avanzadas, sino también en gran parte de la periferia.
Esta concentración del poder geopolítico y económico de Occidente en Estados Unidos, junto con la arquitectura de gobernanza económica internacional establecida tras la Segunda Guerra Mundial, fueron las condiciones que durante un cuarto de siglo hicieron posible que “la política gobernara a la economía”. A finales de los años sesenta, no obstante, comenzaron a registrarse filtraciones en el sistema. En el ámbito financiero, el surgimiento del mercado de eurodólares en plazas más liberalizadas, como Londres, permitió a los operadores eludir las restricciones impuestas en sus países de origen, socavando progresivamente el control estatal sobre los flujos de capital. Las actividades productivas, por su parte, ya habían iniciado un profundo proceso de internacionalización liderado por las empresas multinacionales. En diversas economías avanzadas comenzaron a aparecer presiones inflacionarias que obligaban a los gobiernos a revisar aquellas recetas que habían funcionado tan bien en años anteriores. Pero la crisis más aguda se gestó en el ámbito monetario: países como Francia y Alemania, que habían acumulado grandes reservas de dólares, empezaron a exigir la conversión de estos por oro, poniendo en jaque la paridad establecida en Bretton Woods en 1944 (35 dólares por onza de oro).
Ante la creciente presión sobre el sistema, en 1971, el gobierno de Estados Unidos decidió abandonar unilateralmente la convertibilidad del dólar en oro, poniendo fin al régimen de paridades fijas y dando paso a un sistema de tipos de cambio flotantes. Este cambio estructural, lejos de ser un simple ajuste técnico, marcó el comienzo de una transformación más profunda en el orden económico global. A la inestabilidad cambiaria se sumaron las crecientes tensiones distributivas en Occidente, donde las demandas salariales y las políticas expansivas generaban presiones inflacionarias difíciles de contener. Los shocks petroleros de 1973 y 1979 agravaron aún más el panorama, disparando la inflación a niveles críticos y desencadenando una crisis que sentaría las bases para el giro neoliberal que dominaría la economía global en las décadas siguientes.
La ruptura del orden instaurado en Bretton Woods, el shock de tasas de interés ejecutado por la Reserva Federal de Estados Unidos en 1979 y la ola de políticas orientadas a la desregulación financiera que se impusieron a partir de entonces marcaron el inicio de un nuevo ciclo de desenraizamiento de los mercados. Este proceso tuvo consecuencias profundas: no solo desató una crisis de endeudamiento externo en casi toda la periferia mundial, sino que también promovió la movilidad internacional del capital en escalas sin precedentes. Tanto los capitales financieros, caracterizados por su liquidez y facilidad de desplazamiento, como los capitales destinados a inversiones productivas de más largo plazo comenzaron a fluir sin mayores restricciones de un punto a otro del globo, guiados exclusivamente por las expectativas de rentabilidad y el diferencial de tasas de interés entre países.
Este cambio estructural tuvo implicaciones decisivas para la capacidad de los Estados nacionales de intervenir en sus economías y regular la distribución del ingreso entre el capital y el trabajo. Con la liberalización financiera, los gobiernos vieron significativamente erosionadas sus herramientas de política económica, ya que cualquier intento de aumentar impuestos al capital, mejorar las condiciones laborales o expandir el gasto público podía desencadenar salidas de capital que desataran una crisis cambiaria debilitando sus monedas. En el corto plazo, la volatilidad del capital financiero exacerbó la inestabilidad macroeconómica, con movimientos especulativos capaces de provocar depreciaciones abruptas de las monedas y ataques contra los sistemas financieros nacionales. A más largo plazo, la eliminación de buena parte de las barreras políticas que limitaban la movilidad del capital productivo reforzó una competencia entre Estados por atraer inversiones mediante incentivos fiscales, reducción de regulaciones y flexibilizaciones laborales o ambientales, hechos que consolidaron un escenario de disciplinamiento estructural donde las decisiones económicas quedaron crecientemente subordinadas a las dinámicas del mercado global.
La globalización financiera no solo reconfiguró la arquitectura económica mundial, sino que también transformó en profundidad las relaciones de poder entre Estados, mercados y actores privados. Con la creciente movilidad de capitales, la lógica del capital transnacional adquirió un rol central en la definición de políticas económicas y sociales, reduciendo significativamente el margen de acción de los gobiernos para intervenir en la economía, regular los mercados o sostener modelos de bienestar y políticas redistributivas. Mientras que en el período comprendido entre la posguerra y principios de la década de 1970 una economía periférica aún podía crecer y fomentar la distribución del ingreso incluso con niveles de inflación que hoy consideraríamos elevados –por ejemplo, del 50% anual–, las transformaciones impuestas por la globalización financiera hicieron de la inflación un problema especialmente crítico. Al generar incertidumbre sobre los tipos de cambio y los retornos esperados, la inflación convierte a los países afectados en blanco ideal para las fugas de capital, que operan de manera preventiva ante cualquier señal de inestabilidad.
Si a este escenario se le suma, en primer lugar, la crisis y posterior colapso del bloque liderado por la Unión Soviética, que eliminó el principal contrapeso ideológico y geopolítico al capitalismo occidental, y en segundo lugar, y aún más importante, el ingreso de China y, posteriormente, de gran parte de los países asiáticos al mercado mundial, no resulta sorprendente que la desigualdad haya aumentado de manera sostenida en la mayoría de las economías. La integración de estos países al comercio global añadió cientos de millones de trabajadores a la economía internacional, intensificando la competencia laboral y acelerando procesos de desindustrialización en varias economías avanzadas.
Pero este proceso no solo impactó a los países centrales, sino que también impuso una competencia sin precedentes que dificulta seriamente las posibilidades de industrialización del resto de la periferia. Si en la segunda mitad del siglo XX la industrialización de América Latina, África o Medio Oriente aún podía concebirse como una vía de desarrollo consistente en reducir brechas con Estados Unidos y Europa –en un contexto donde las economías más avanzadas eran en su mayoría mercados maduros, con altos salarios y estructuras productivas relativamente consolidadas–, la consolidación de Asia como el gran polo manufacturero global desplazó ese “techo” de industrialización mucho más abajo. Competir con las manufacturas chinas, con sus escalas de producción planetaria, reducidos costos laborales –al menos en las etapas iniciales del proceso–, condiciones excepcionales de financiamiento, envidiables capacidades de planificación y agresivas políticas de subsidios y transferencias tecnológicas, aleja aún más las posibilidades de promover una industrialización exitosa para buena parte de la periferia. Estas condiciones le permitieron a China transitar desde la manufactura intensiva en mano de obra barata hacia sectores de mayor sofisticación tecnológica y niveles más elevados de remuneración. Este ascenso no solo consolidó a China como la “fábrica del mundo”, sino que también redefinió las reglas de la competencia internacional, imponiendo estándares de eficiencia, escala y costos que han dejado a muchas economías emergentes con márgenes de maniobra sumamente reducidos para desarrollar estrategias de industrialización autónomas y sostenibles.
El nuevo pecado original de la Argentina
A diferencia de lo ocurrido durante la desglobalización de entreguerras, cuando en todas las regiones los países subdesarrollados experimentaron con estrategias de industrialización por sustitución de importaciones, el escenario internacional inaugurado en la década de 1970 condujo a formas de inserción en la economía global que recuerdan en forma llamativa la división internacional del trabajo de la segunda mitad del siglo XIX. En muchos casos, estos países se vieron forzados a reorientar sus recursos y estrategias de desarrollo hacia esquemas de especialización más tradicionales, centrados en la exportación de materias primas y manufacturas específicas en las que cuentan con ventajas competitivas derivadas del acceso a recursos naturales estratégicos.
Si bien este patrón de inserción fue acompañado en ciertos casos –especialmente desde inicios del siglo XXI– por períodos de crecimiento sostenido, estabilidad macroeconómica, mejoras sociales e incluso avances en diversificación productiva, las posibilidades de cerrar significativamente las brechas de desarrollo con las economías más avanzadas, como Europa Occidental y Estados Unidos, o con las más competitivas del presente, como el bloque asiático que gira en torno a las cadenas de valor centradas en China, parecen cada vez más lejanas. Las barreras de acceso a sectores de mayor sofisticación son más elevadas, lo que restringe las opciones de desarrollo autónomo para gran parte de la periferia.
Sin embargo, aunque este escenario puede parecer deprimente, la experiencia argentina del último medio siglo es considerablemente más decepcionante cuando se la compara con la mayoría de los países que integran la periferia. No solo perdió la carrera por acortar la brecha que la separa de las economías más avanzadas, no solo sufrió un severo proceso de desindustrialización, sino que en lo que va del siglo XXI la Argentina ni siquiera pudo aprovechar, como ocurrió en la mayor parte de la región, el boom de commodities para estabilizar su macroeconomía y crecer a tasas razonables con niveles de inflación moderados. Por el contrario, el caso argentino es especialmente grave porque incluso su moneda perdió varios de los atributos del dinero, con el agravante de que ahora nuestra tradicional inestabilidad macroeconómica se traduce en una caída tendencial de los niveles de actividad, hecho que desencadenó una crisis de representación sin precedentes desde el retorno de la democracia.
¿Por qué la Argentina tuvo un desempeño especialmente decepcionante con la nueva onda de globalización neoliberal ocurrida en el mundo desde la segunda mitad de la década de 1970? ¿Qué circunstancias operan para que la Argentina no haya podido adaptarse, al menos como el resto de la región, al desenraizamiento de las relaciones de mercado ocurrido desde entonces? Por un lado, en la Argentina hay un denominador común compartido por todos los gobiernos desde la última dictadura hasta el presente, cualquiera sea el signo ideológico: la necesidad percibida por todo gobierno en definir una cotización cambiaria que funcione como ancla inflacionaria y, más importante, garantice o ayude a garantizar el humor social, puesto que el apoyo político, por no hablar de las elecciones, en la Argentina está estrechamente entrelazado con la cotización cambiaria del momento. En otro artículo denominamos este fenómeno como “dominancia electoral”2. Por otro lado, están los factores específicos que provocaron la divergencia de la economía argentina con relación a nuestros vecinos en lo que va del siglo XXI. Entendemos que la combinación de estos factores específicos con la dominancia electoral, o dicho de otro modo, la urgencia que todo gobierno argentino parece demostrar para hacerse de poder político en el corto plazo buscando fijar un tipo de cambio, explica el desacople argentino de las economías de los países vecinos durante el siglo XXI. En ese sentido, y a pesar de lo que suele afirmarse, nuestra lectura es que no hubo un péndulo en la política económica. Lo que se observa es un centro de gravitación único: el de la apreciación cambiaria con despreocupación por la sostenibilidad macroeconómica.
¿Cuáles fueron estos factores específicos que sumados a nuestra ya vieja dominancia electoral nos condujeron al fracaso absoluto y relativo observado en los últimos años? El país, como el resto de la región, logró salir de su hiperinflación en la década de 1990. La particularidad del caso argentino fue la rigidez del plan implementado para conseguirlo: el régimen de convertibilidad. Aunque dicho esquema cambiario tuvo costos severos en términos sociales, especialmente los ocasionados por el elevado nivel de desempleo, las raíces de la debilidad monetaria argentina, aquello que nos hizo recaer nuevamente en elevados índices de inflación y transformó al peso en una moneda frágil que se utiliza apenas como medio transaccional, ocurrió durante la posconvertibilidad: tras un efímero período de estabilidad, el nuevo gobierno comenzó a adoptar medidas que atentaron contra la fortaleza monetaria del país, lo que puede considerarse como el pecado capital de la Argentina contemporánea.
Fue por ese entonces cuando comenzaron a observarse signos de divergencia –especialmente en el plano monetario– con respecto a los demás países de la región. En lugar de impulsar un mercado de deuda pública profundo y nominado en moneda local como sucedió en experiencias similares, el gobierno optó por ignorar la globalización financiera y aisló al país de los mercados internacionales dando un giro de 180 grados con relación a las políticas de los años previos. La negación oficial de la inflación desde 2007, la intervención del INDEC y la adopción de tasas de interés secularmente negativas tendieron a promover la formación de activos externos. En los viejos tiempos de Bretton Woods, cuando la movilidad de capitales era limitada y regulada en escala planetaria, quizás estas medidas habrían resultado una anécdota olvidable, pero en un contexto global de apertura y movilidad casi irrestricta de capitales estas políticas anacrónicas fueron fatales. Los actores hicieron lo esperado por cualquier análisis macroeconómico realista al escoger la opción más rentable del momento: dolarizar sus carteras. En 2011 volvió a presentarse, como de costumbre, la dominancia electoral: el gobierno se negó a aceptar la devaluación del tipo de cambio que imponía la salida de capitales e impuso en su reemplazo las restricciones cambiarias conocidas como “cepo”. Surgió a partir de entonces una previsible brecha entre la cotización oficial y las paralelas, erosionando aún más la confianza en el peso. Esta anomalía condujo a una progresiva reducción de las reservas internacionales acumuladas durante el auge de los términos de intercambio de los primeros años, ciclo con pocos precedentes históricos.
Desde 2015, el gobierno de Mauricio Macri (2015-2019), aunque contó con la ventaja inicial de acceder a los mercados internacionales de deuda voluntaria, condujo a la economía argentina a un nuevo ciclo de endeudamiento insostenible –como ocurriera en tiempos de la dictadura y del menemismo–, llevando al país a una crisis cambiaria que no fue más desastrosa por el salvataje récord brindado por el Fondo Monetario Internacional, que derivó en el default de la deuda pública en moneda local y en una nueva ronda de negociaciones para evitar la cesación de pagos tanto con el organismo como con acreedores privados en moneda extranjera en el gobierno siguiente. Entre ambos gobiernos hubo un común denominador: en ambas experiencias se buscó sostener una cotización insostenible de la divisa estadounidense para que opere como ancla inflacionaria y como dispositivo fundamental para mantener en alto el humor social, es decir, como herramienta electoral. La diferencia, no obstante, no es menor: mientras el kirchnerismo buscó hacerlo dilapidando las reservas internacionales, el macrismo lo hizo apelando a un oneroso endeudamiento en moneda extranjera que condujo a la Argentina (y solo a la Argentina, puesto que nada de esto ocurrió en la mayor parte de la región) a una renovada “crisis de la deuda externa”. Finalmente, la experiencia del gobierno 2019-2023 y su interminable interna autodestructiva le sumó a la crisis de deuda e insustentabilidad macro un aumento en la inflación a los tres dígitos que erosionó aún más el rol de la moneda local como reserva de valor.
La llegada a la presidencia de la república del primer gobierno libertario no es ajena a esta trama, al contrario. Hasta mayo de 2024 su política combinó una fuerte devaluación inicial con un severo ajuste fiscal, medidas que facilitaron la acumulación de reservas. Si bien el costo recesivo de estas medidas no puede despreciarse, la acumulación de reservas permitía anticipar una futura normalización macroeconómica que podía combinar la salida del cepo cambiario con una paulatina, aunque quizás jalonada por subas y bajas, reducción de la inflación. No era descabellado esperar una suerte de “stop and go con firulete financiero”. Sin embargo, a partir de entonces, quizás cebados por los resultados de los primeros meses en materia de inflación, recuperación de los niveles de actividad y aprobación popular, el gobierno apuntó a preservar la apreciación cambiaria a cualquier costo. Hoy el horizonte para salir del cepo se aleja cada vez más y todas las decisiones –como apelar a un nuevo endeudamiento con el FMI– apuntan a llegar a las elecciones evitando la devaluación y con niveles de inflación, aunque insostenibles, a la baja. No se avizora un futuro donde el peso pueda recuperarse de forma sustentable.
La pregunta obligada es cómo o cuándo se podrá salir de esta dinámica viciosa. Hay evidencias suficientes para concluir que el país no está condenado al éxito. Antes de chocar contra la realidad de la gestión pública y de la falta de divisas, el actual presidente solía coquetear con la idea de dolarizar la economía. ¿Será esa la forma de salir del laberinto? La dolarización no equivale a matar al minotauro, implicaría someterse a él de manera definitiva. La tendencia es especialmente preocupante cuando se considera que estos ciclos de inviabilidad macroeconómica son cada vez más cortos. En la Argentina todo gobierno está obligado a rendir examen cada dos años, supeditando toda decisión relevante a un calendario electoral en el que siempre se posterga el tratamiento (a veces necesariamente doloroso) de los problemas estructurales. Es necesario prestarle más atención al carácter cada vez más disfuncional de la dominancia electoral. Estabilizar la macroeconomía es el desafío político más importante que enfrenta el país, porque las condiciones necesarias para que la Argentina vuelva a tener una moneda con propiedades efectivamente dinerarias se muestran incompatibles con el modo como funciona la política en la Argentina.
Conclusión
En las últimas décadas la economía argentina siguió un sendero signado por una inestabilidad monetaria que la distingue de la mayoría de sus vecinos. Mientras otros países de la región desarrollaron dispositivos institucionales orientados a garantizar condiciones de estabilidad macroeconómicas, imprescindibles en un contexto donde impera la movilidad internacional de capitales, la Argentina quedó atrapada en un ciclo de crisis recurrentes. Estas crisis se ven cada vez más agravadas por estrategias de corto plazo y por la presión constante de las urgencias electorales sobre la política cambiaria. Esta dinámica no solo erosiona la capacidad del Estado para implementar políticas económicas sostenibles, sino que también debilita una herramienta fundamental en toda sociedad compleja y más aún capitalista como lo es la moneda, generando así una economía “bimonetaria” de facto.
Revertir este proceso, exige un enfoque integral que busque consolidar instituciones de gestión macroeconómicas ajenas a los ciclos electorales de corto plazo. Esto implica crear un mercado de deuda en moneda local previsible y robusto, así como establecer reglas de juego fiscales y monetarias realistas orientadas por metas de largo plazo. Mientras la recuperación de nuestra moneda siga siendo una prioridad secundaria para las principales fuerzas políticas o un esfuerzo con un posible costo electoral imposible de afrontar, la Argentina seguirá atrapada en un círculo vicioso de inestabilidad económica cuyo impacto no solo se observará en su desempeño absoluto sino también en su performance relativa con relación al resto de la región.
Bibliografía citada
Crespo, E. y Fernández Guasp, G. (2023): “¿Réquiem para el peso? Breve historia del colapso monetario”, Le Monde Diplomatique edición Cono Sur, Buenos Aires.
Hobsbawm, E.J. (1994). The Age of Extremes: The Short Twentieth Century, 1914–1991. Michael Joseph.
Johnson, A.W., & Earle, T. (2000). The Evolution of Human Societies: From Foraging Group to Agrarian State”. 2nd ed. Stanford: Stanford University Press.
Mann, M. (1986). The sources of social power: Volume 1: A history of power from the beginning to A.D. 1760. Cambridge University Press.
Polanyi, K. (2001). The Great Transformation: The Political and Economic Origins of Our Time (2nd ed.). Beacon Press. (Original work published 1944).
Tainter, J.A. (1988). The Collapse of Complex Societies. Cambridge: Cambridge University Press.
Notas:
1) Entendemos por sociedades complejas a las organizaciones humanas caracterizadas por la transición de grupos pequeños, generalmente agrupados por relaciones de parentesco, hacia organizaciones jerárquicas e institucionalizadas compuestas por un número no menor a los cinco mil miembros. Estas sociedades son estratificadas, el poder político es centralizado, organizan sus actividades productivas mediante una división especializada del trabajo y generan excedentes (Tainter, 1988; Johnson & Earle, 2000). ⇑
2) Crespo, E. y Fernández Guasp, G. (2023). ⇑
Autorxs
Eduardo Crespo:
Licenciado en Economía (UBA) y Ciencia Política (UBA) y Master y Doctor en Economía por la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ).
Gonzalo Fernández Guasp:
Licenciado en Ciencia Política (UBA). Docente (UNAB).
Gonzalo Guilardes:
Economista (UBA). Socio y economista jefe de la Consultora Audemus.